Como
cuando se camina por inercia, sin prestar atención. Así caminaba por la vereda este
de la calle de los Turcos el día que te vi por primera vez. Años después te podría haber contado que en
realidad no te cruce casualmente. Antes, tratando de que mi presencia pase
desapercibida te mire durante horas agarrado al tronco de la araucaria.
Cualquiera,
da igual que sea de Colombia o de la Patagonia, hubiera afirmado que eras la más
hermosa que nadie había visto jamás, aunque siempre estés ahí envuelta en tu
vestido verde como los ojos gigantes color aceituna que miraran fijo al cielo
durante una vida tan plena como fugas. Cerrándote con un movimiento acompasado
delatabas que nadie te estaba mirando, nadie más que yo, por lo menos en ese
momento.
También
te podría haber dicho que me hubiese encantado estar ahí, me hubiese encantado
que mi cara sea lo primero que veas el día que dejaste caer tu vestido al pie
de la araucaria para salir volando en todos los colores de tu desnudes, en toda
la plenitud de tus ojos verdes tan bellos como los bigotes de quien los podría
haber pintado en tu espalda.
De todas maneras, me conforma casi
sentir que el vaivén de tus alas me duerme todas las veces que me acuesto, con
una caricia me despierta cada vez que me levanto y que me consuela con su vuelo
saludándome con la mirada intermitente
mientras te alejas volando por la vereda este de la calle de los Turcos
Ger Kleiner.