miércoles, 23 de marzo de 2011

Casa roja


                Seria imposible tratar de describir esa tarde en la plaza de esa ciudad. Recuerdo que días atrás los pájaros cantaban alegres como si el mundo recién se había terminado de gestar,  en el centro de esa ciudad europea reinaba la tranquilidad. Pero yo no era inconsciente que esas aves reflejaban la calma previa a la tormenta.
                El placer invadía con enorme marabunta  a cada uno de los habitantes de la casa roja que estaba frente a mí, al igual que a cada una de las personas que como yo transitaba por la plaza, igualmente algo me resultaba enormemente atrayente,  en el interior de las ventanas se podía ver a las personas más felices de toda la ciudad.
                El hecho de no entender los métodos empleados por ellos para satisfacer sus necesidades sensuales generaba en mi una gran agonía. En ese momento, la tranquilidad que reinaba a mí alrededor desapareció conjunto con la población con el solo paso de esos carruajes grises que llevaban águilas y cruses pintadas. Comprendí todo, la tormenta había comenzado, la gente huía del lugar, las madres escondían a sus hijos, la tierra se resquebrajaba creando trincheras por doquier. El cantar de los pájaros había desaparecido, dejando lugar solamente al rugir de los cañones.  Lo que a sus ojos era el ideal de una nación, era para mí, el comienzo del fin.
                Esas carrozas pasaban constantemente por las calles adoquinadas que rodeaban la plaza, para entrar totalmente cargadas con cuerpos nuevos a esa rojiza morada, para luego de unas horas huir descargadas.
                En la plaza y en el país reinaba ahora el sufrimiento y la discriminación, excepto para los militares bigotudos de poblaban la casa roja.
                                                                                                                                                    Ger.

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